bonus track #3
Tengo muchas piedritas, y todas son negritas: encontrarle título a alguna cosa —cualquier cosa— me ha resultado siempre tremendamente complicado. Entre mis deseos de adolescencia se encontraba publicar una novela existencial que partiría en dos la historia de la literatura peruana, y el título con el que yo quería publicarla era “Mi primera novela”. El título estaría escrito en caracteres dorados. Lamentablemente, no he terminado ninguna de las novelas que he empezado a escribir en mi vida; todavía no, al menos... La primera novela que empecé pertenecía al género ciencia ficción. Estaba en cuarto grado, y lo único que alcancé a completar fue la primera línea: “La nave era cuadrúpeda”. Aún recuerdo mi entusiasmo con aquella palabra. Esta no es una novela, así que deberemos borronear de una vez aquel deseo mío de adolescencia.
Estaba hablando de mi ineptitud con los títulos porque, con justa razón, el lector de este libro podría preguntarse qué es lo que me lleva a nombrarlo de modo tan esotérico. Una vez, el año pasado, monté bicicleta luego de muchísimo tiempo: nunca terminaré de agradecerles a mis primitas, que también aparecen en este libro (“pucha...”), por las cosas que me han enseñado de la manera más bonita: sin darse cuenta. Montábamos bicicleta bajo el sol, un domingo de verano en que todos los carros se habían ido a la playa, y cualquier persona que lo haya hecho entenderá la desbocada sensación, etcétera. De pronto me picó la nariz. No es ninguna proeza rascarse mientras se va en marcha pero exige una atención al instante un tanto mayor: retiro la mano del manubrio, me estoy rascando, estoy en equilibrio. Por alguna razón me parece metáfora de alguna cosa bella, y por tanto no pretendo explicarla con palabras. Añadiré en mi descargo que le tengo enorme afecto al acto de rascarse: una vez entendí que estaba enamorado de una chica cuando la vi rascarse la rodilla. Íbamos caminando por la calle y ella sencillamente se detuvo, en medio de la pista, para rascarse. Sacó la lengua y todo. Para mí esa es la manera como debería vivirse: dedicándose íntegramente al momento. Pero yo no quiero sermonear a nadie.
Este libro es la historia (para mí lo es, al menos) de una depresión que empezó, creo, el día en que decidí pintar de negro las ventanas de mi cuarto. Y también las paredes. Aquí hay textos anotados en cuadernos, correos electrónicos, cuentos que escribí para recordar luego algo que consideré importante en su momento. Pura mierda. Sacada de la azotea, desempolvada: ordenada para el hombre invisible, la mujer invisible y su familia.
Quisiera dejar constancia del apoyo económico de la fundación Unesco-Aschberg durante el verano del 2004 y 2005. Este apoyo me permitió viajar a la India y, más o menos, salir de la depresión en que me encontraba. Aunque este libro no contiene nada de lo que escribí en New Delhi o Puri, sospecho que le debe su misma existencia a aquel viaje: de no haberlo efectuado, tal vez no habría reunido nunca el cinismo indispensable para publicarlo.
(Puedo entender que la gente escriba, pero que publique...)
Este libro está dedicado a Romy.
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